10 de octubre de 2010

Vacaciones en Holanda. 3 Rotterdam (I)

dawn naar Den Haag (La Haya, al amanecer)
Un día más, mi reloj biológico me despierta a las 7 en punto. 
Me levanto con cuidado para no despertar a la familia, voy al salón y elijo esta vez un disco de Rufus Wainwright –otro descubrimiento musical para mí-, hijo y hermano de cantantes. Pongo el álbum “Want One”.
Fuera, igual que ayer y seguro que mañana, los coches, 
ciclistas, tranvías, circulan silenciosamente para no molestar. ¡qué detalle¡
Aprovecho para ponerme un primer café que tomo mientras 
curioseo los libros de las estanterías de la cocina de David y Gabriela. Varios libros de recetas para Thermomix –todos regalos de mi suegra, -su tía- pues tengo los mismos y esa debe ser la procedencia, libros de recetas de cocina valenciana, sobre todo, cómo no, de arroces. Y, sorpresa, un libro titulado “Netherlands Cooking History”. 120 páginas. A letra grande y con muchos santos –como diría mi abuelo-. Me lo imaginaba. Entiendo que los restaurantes más concurridos sean los italianos, japoneses, españoles, turcos, árabes,… , eso sí, todos estupendos, mucho más baratos que en Pamplona y con unos camareros que te atienden amablemente (sí, habéis leído bien, ¡Increíble, pero existen¡).
nederlandesa “keuken” (“cocina” holandesa)
El apurado autor del libro, como justificando la poca 
extensión del libro, cuenta cómo la gastronomía holandesa está muy influenciada por la frugalidad y la austeridad dictada por Calvino (¡siempre echando la culpa a los curas¡) frente a la glotonería y gula vaticana (que no es nada malo… ¡simplemente vivían como curas¡) de aquel momento -por no hablar de los otros seis pecados capitales-, pero aquí no estamos para meternos con la iglesia.
Dejando humedades eclesiásticas aparte y entrando en el 
maravilloso mundo del arte, es curioso ver cómo, en cuestión de medio siglo, de las mesas de los cuadros de los grandes pintores de la escuela flamenca desaparecen las jarras de vino, los pavos, los gorrines, los grandes pucheros con exquisitos y sabrosos guisados de caza, y dejan paso a tristes platos de sopa, panes y jarras de agua entorno a las cuales reza piadosamente toda la familia (creo que en esto, además de porque objetivamente es la buena, ¡seguiré siendo de la iglesia católica¡).
Cuenta que libros de buenas costumbre indicaban que 
“(las comidas copiosas) se permitían dentro de las casas y jardines privados siempre que no irritaran a los vecinos con su boato” –¡me imagino yo asando unas chuletillas al sarmiento e intentando que el olorcillo no vaya al vecino para que no se mosquee y se vaya a chivar al párroco o párroca –que las puede haber, y las hay y bien majas, y, en esto, ¡sí que soy calvinista convencido!-.
¡Hasta los romanos se dieron cuenta de que allí no había 
nada que hacer y por eso se vinieron para Hispania: para comer bien, beber mejor, echar la siesta al sol y, de paso, ya que pasaban por aquí y por aprovechar el viaje, llevarse el oro de las médulas leonesas, entre otras cosas-. El pobre Tácito, al que habían mandado de avanzadilla en el año 98 DC, dejó escrito que los habitantes de esas tierras comían fruta fresca, venado y leche coagulada y que serían fácilmente conquistados… ¡si se les daba suficiente cerveza¡ Casi 2000 años después, siguen igual, sin cocina propia y bebiendo mucha cerveza de lo que, eso sí, tienen cientos de clases.
Hace unos años, un osado investigador patrio trato de listar 
comidas que se comieran en las casas de las familias holandesas y, entre las dos más nombradas, estaban: la sopa de lentejas (tiembla Ferrá, tiembla El Bulli, ¡que esta sopa te quita las estrellas michelín de un cacerolazo¡) y la “olipodrigo” que, para que luego se quejen de los desmanes de los tercios del Duque de Alba, no es sino la olla podrida española que comían nuestros sufridos ejércitos entre palo que daban y palo que les daban. Y cuyo nombre no viene de lo que parece sino de olla poderida, olla de los poderosos, por los ilustres sacramentos que llevaba –carnes, chorizo, morcilla, panceta, caza,…- cuando el pueblo debía conformarse con hierbas del campo y verduras.
No me extraña que nuestro amigo Sancho dijera con tanta
alegría a su caballero Don Quijote que “aquel platonazo que está más adelante vahando me parece que es olla podrida, que por la diversidad de cosas que en tales ollas podridas hay, no podré dejar de topar con alguna que me sea de gusto y provecho...”
“¡Disculpa, Señor, ya no sé lo que decía, me he vuelto a 
divertir” como decía Santa Teresa digo yo, pues también me distraído mucho entre tanto puchero para realmente concluir –ta, ta, chan¡¡¡ (léase con cara del Mago Juan Tamarit)- que la comida verdaderamente típica holandesa que uno puede comer en los bares y restaurantes de este bello país no son sino los “panenkoken” que, simplificando, es una crepe grande y salada sobre la que se pueden echar diferentes ingredientes (cuatro quesos, pollo a curry,…). Una especie de pizza-crepe que es barata e, importante, gusta a los niños.
Tot rotterdam (a Rotterdam)
Tanto leer de comida mis católicas tripas despiertan, como 
despierta el resto del personal. Preparo unos cafés con leche, unos zumos de naranja y unas tostadas con aceite y jamón ibérico que, como en esto no soy calvinista, ¡que chinche el vecino de envidia¡-.
Tras desayunar, de Laan van Roos en Dorn (calle de la rosa 
y las espinas –que me hace recordar al bardo Sabina y una de sus maravillosas coplillas “…que no te vendan amor sin espinas, que no te duerman con cuentos de hadas, que no te cierren el bar de la esquina”), en tranvía a Den Haag Centraal Station y de ahí en tren a Rotterdam Station Blaak sin incidentes reseñables. Bueno, no tanto. Mala suerte, al llegar a la parada, acaba de pasar el tranvía que nos llevaría al muelle de Rotterdam en donde coger el único barco diario a nuestro destino. El siguiente tranvía pasa a los 15 minutos lo que hace que llegar al muelle antes de que el barco salga es misión olímpica.
de recensent Curaçao (el revisor de CuraÇao)
Llega de nuevo el tranvía número 8 y entramos a saco 
saltándonos el protocolo de “primero los que bajen, luego señoras mayores y niños,…” para no quedarnos fuera que va apretadillo. Cuando vamos a comprar el billete, entre el sofoco y mi falta de profesor nativo en Maristas, el lince –pero enorme y negro negrísimo- del revisor detecta que somos de donde somos. Así cuando, en pluscuamperfecto inglés le contamos nuestra singular carrera contrareloj mientras le indico en el plano dónde tenemos que estar en diez minutos, él me responde “No se apure, señor, le sobrarán dos” en correcto español.
Llegado este momento de intimidad –la nueva hornada de 
nativos que entra me ha incrustado en su prominente barriga- le pregunto –soy demasiado cotilla pero a los treinta y trece años no voy a cambiar…- de dónde es para tener ese dominio de la lengua de Cervantes y hasta hace poco de Montilla (ahora este cordobés para hablar con el sevillano de Chaves utilizan traductor español-catalán pagado por nuestros impuestos)-. Nos cuenta que es de CuraÇao, isla de las antillas holandesas a cincuenta kilómetros de Venezuela que -según Wikipedia y estos tipos, aunque no sé quienes son ni desde dónde escriben, son serios… - su forma de gobierno es “dependencia de los países bajos”-, hablan oficialmente el nederlandés pero en casa y en la frutería el papiamento, de origen y parecido hispano-portugués.
Nos sigue contando que solamente habla el nederlandés en el 
trabajo pero que fuera de él habla el español pues toca el timple –según me dice una guitarrita que los canarios llevarán para allá- en un grupo de jazz latino en Rotterdam. Que en su tierra se sienten más próximos a España que a Holanda (y pienso en alguno de mi pueblo que el día de la final del campeonato mundial de fútbol vestía con la camiseta de Holanda…). Cuando le vamos a pagar los billetes, sonriendo con esa bocaza blanquísima, nos dice que somos hermanos, que no nos los quiere cobrar.
Llegado un momento, alza la vista y nos dice que para llegar 
a tiempo al barco tenemos que actuar como latinos no como holandeses (o sea improvisando y saltándonos cualquier norma escrita o pensada): abrirá la puerta un poco antes de que llegue a la parada y el tranvía vaya ya lento, saltaremos, correremos en la dirección que él nos indica con su tan negro como largo brazo, cruzaremos varios pasos de peatones con los semáforos estén en el color que estén, atravesaremos (strictu sensu) una glorieta y estaremos en el muelle deseado. Plan listo. Cuando abre la puerta según lo acordado, me llama y me dice sonriendo mientras me guiña un ojo “páguense unos helados a las niñas¡”. Me hubiera encantado darle un abrazo y las gracias con más tiempo pero toca saltar, correr, cruzar, atravesar y llegar al muelle del puerto de Rotterdam donde está el barco que nos llevará a Kinderdijk.
Bad piraat (El Pirata malo)
El puerto de Rotterdam. Se dice fácil. El mayor puerto del 
mundo –ahora seguro que hay alguno puerto chino que le estará pillando- con unas cifras increíbles -300.000 personas trabajan en él, pasan más de 40.000 barcos transoceánicos y 350.000 embarcaciones al año por sus aguas, 200 millones de contenedores por sus más de cuarenta kilómetros de dársenas, con unos ingresos totales de 35 billones de euros (el presupuesto de 2010 de Cataluña),…- que distan mucho de su antecesor, el pequeño puerto de Delfshaven, de donde partieron en 1620 los Padres Peregrinos rumbo a América –aunque al naufragar, en el segundo intento lo hicieran desde Inglaterra en el Mayflower- y donde nació y aprendió -y vaya si aprendió- a navegar Piet Hein, héroe nacional orange.
¿Qué por qué es héroe nacional? Pues porque este angelito 
actuó como corsario durante la guerra de los ochenta años librada entre las Siete Provincias Unidas y España, que acabó con el Tratado de Westphalia por el que nos quedamos sin vistas al Mar del Norte, sin panenkoken y, según cuenta Daniele Archibugi en “The Global Commonwealth of Citizens” con el dudoso honor de haber facilitado (como bando perdedor) el nacimiento del concepto de nación y soberanía modernos (con las Siete Provincias Unidas, ahora Países Bajos, para los amigos Holanda, en el lado ganador).
Este elemento se ganó la carta de ciudadano –dejó de ser 
pirata malo- y fue nombrado vicealmirante de la flota de la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales, fundada dos años antes –o sea pirata malo pero cotizando a la corona- y entre sus grandes éxitos está ganarnos –¡otra vez!- en la batalla de la bahía de Matanzas, en la que derrotó y capturó nuestras embarcaciones de la Flota de Indias en su ruta desde la Nueva España hacia Europa frente a las costas de Cuba. El regalito que se encontró el lince -toneladas de oro y plata provenientes de las minas de México- se fue para Holanda (los malos, sobra decirlo) y no para España (los buenos).
A que después de leer esto, ¡da más gusto que Iniesta les 
metiera un chicharrazo en la prórroga (cuando más duele), que les hiciéramos perder su tercera final del campeonato del mundo, que el rojo ganara al naranja y que Iker le diera un besazo a la Carbonero para envidia de todos los holandeses –bueno… y españoles…-¡
een boot kirkendijk (en barco a Kirkendijk)
¡Ay Marcelino Champagnat, que ya me he vuelto a divertir 
y a perder el hilo¡. Es que se me va la olla y dejo de hacer lo que tengo que hacer que es contar lo que realmente ví.
Estábamos tratando de llegar a Kirkendijk. Gabriela nos 
recomendó esta excursión –y yo se la recomiendo a quien venga alguna vez a Rotterdam- especialmente para familias. Dura unas tres horas y media –una hora de ida, otra de vuelta y el resto en Kirkendijk-.
Cogimos el Boot que desde el centro de Rotterdam y 
navegando por el río Nieuwe Maas nos llevaría a Kirkendijk donde el entorno formado por los 19 molinos que se emplearon en otro tiempo para drenar las pantanosas tierras de la zona son ahora Patrimonio de la Humanidad.
En el barquito hay una terraza magnífica con unas mesitas 
muy cómodas en las que nos relajamos mientras vemos los rascacielos de Rotterdam, sus magníficos puentes de todos los tipos, tamaños y colores. En este momento yo, como ingeniero civil, me debiera emocionar como musulmán ante la Meca, periodista ante la tumba incorrupta de San Pedro J. Ramírez, artista ante el Guernica de Picasso, Anasagasti ante el Gernika de Árbol o culé (esto sí tiene delito) ante el Camp Nou. Pero, no. Hace tiempo que sé que estudié algo que, para vivir servía, pero que no me gustaba –. que estudie ingeniería de caminos, canales y puertos como podría haber estudiado ingeniería de atajos, acequias y embarcaderos. Pero a lo hecho pecho.
Con las prisas no hemos comido así que nos pedimos unas 
hamburguesas y, en mi caso, una cervecita bien fría y seguimos relajados mientras el sol nos acaricia un poquito. Bueno, relajados pero yo atento. El buen David nos ha avisado que desde el barco veremos sus oficinas, el edificio de la Hunter-Douglas[1]. Sin que se enteren mis hijas –mucho más sensatas y sensibles al ridículo que su padre- hemos quedado que, cuando pasáramos por delante le hiciera una llamada perdida para que él sacara la bandera española por la ventana de su despacho –debe ser un buen ingeniero de patentes porque yo, si fuera holandés, después de lo de Sudáfrica, le hubiera puesto de patitas en la calle- y yo le saludara con mi chaqueta roja. Dicho y hecho. Ante la parsimonia calvinista o luterana (a simple vista todavía no los distingo) del grupo de turistas nativos y del aparente regocijo (o bochorno, no sé) de unos novios andaluces, saludos de río a despacho y de despacho a río. Minutos después envió un sms “David, qué grande eres¡”. Sms de vuelta “estas pirado daniel”.



[1] pequeño grupo familiar judío de 15.000 empleados y sedes en todo el mundo –donde eso, sí, el director general entra a las 8,30 y sale a las 17,00 como el resto y cuando jugaba Holanda iba a su megadespacho vestido de naranja, con sombrero de copa naranja para ir a juego con la directora financiera que con similar atuendo llevaba como complementos un león de peluche y un paraguas, ambos naranjas-. Las fotos en el iphone de David lo atestiguan, si no, ni me lo creería ni lo contaría



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